Pescadores de Ensueño
Cada verano viajaba a mi pueblo ubicado al norte del país. Un pequeño pueblo de pescadores artesanales, que salian antes del amanecer a su jornada diaria en sus balsillas. Llenos de entusiasmo los escuchaba pasar por mi casa, yo aun niño me levantaba para verlos pasar con sus remos en el hombro y sus redes, eran jovenes pescadores llenos de vitalidad y quemados por el sol abrazador del norte. Al medio día regresaban a tierra después de una intensa jornada, los divisaba a lo lejos en alta mar cuando se acercaban, con sus velas blancas izadas y una turba de jovenes los esperaba para el desembarco, siempre traian esquisitos manjares, cabría, robalo, congrio, ojo de uva, etc. Me entusiasmaba ver una variedad de pescados y le agradecía a Dios por su generosidad, por ser muy dadivoso con sus hijos mancoreños, siempre he creido que Dios ha sido generoso con sus hijos del norte, les proveyó desde siempre de generosos alimentos como el pescado y mariscos, desde cuando Mancora fue poblado por nuestros primeros pobladores, como el Sr. Mancura, el Sr. Ñuro y tantos hombres que hoy han quedado plasmados en el recuerdo.Esa fue mi infancia siempre al lado de mis hermanos pescadores, Juan, Pedro, Jorge, Ancajima, Changuata, Kuway, Jimmy, Oswaldo, Huayas y tantos que hoy son maestros conocedores de los espacios mas recónditos del alta mar norteño. Cuando pasaron los años, me ausenté de mi terruño, me interné en los claustros universitarios para conocer ó entender el mundo de las ciencias, añoraba estar por un momento en mi espacio, en mi mundo de infancia, cerca a una balsilla, junto a mi amigo Charly, el can fiel amigo de años, oler la brisa marina y escuchar las olas en constante trajinar, recuerdos imborrables que los evoco como si fuerán ayer. Así crecí y empecé a entender la vida sencilla. Con ellos conocí la solidaridad, la humildad, el siginificado del sacrificio. Su rutina constante al iniciar el día me ayudó a comprender la disciplina que se debe tener cuando se propone objetivos claros en la vida.
Cuando empecé a volver en mi adolescencia a mi pueblo, volvia a mi playa ayudar a mis amigos a varar sus balsillas, nos confundiamos en un fuerte apretón de manos, mi alma se llenaba de una inmesa alegría y regresaba a mi casa con un pequeño pescado muy contento por aquella jornada, por reencontrarme con mis amigos y estusiasmado esperaba que mi madre se internara en la cocina para que nos deleite con un potaje riquisimo a base de pescado fresco que me habían regalado. Por eso y muchas cosas regreso a mi pueblo para recordar y respirar esos aires idos por los años. Mis playas fueron los fieles testigos de mi crecimiento, de mis amores, de mis tristezas, de mis primeros besos a mi dulcinea del Toboso - que me disculpe el caballero de la triste figura - yo también tuve a mi dulcinea, de carne y hueso, fue para mi la sin par, por ella aun sigo desfaciendo entuertos en la vida y buscando que mi alma aun siga descifrando esos recuerdos que mi Mancora me dió.
Caminábamos algunos kilometros al sur de mi pueblo por la playa, siempre soliamos llegar al punto medio de recorrido entre mi pueblo y el siguiente, a lo lejos divisábamos por los cerros los equipos que extraían en petróleo del subsuelo. Nos adentrábamos mas al mar aprovechando que la naturaleza había hecho lo suyo hace miles de años, una enorme peña hacía la vez de muelle natural, alli encotrábamos grandes cangrejos y se podía pescar con cordel, le llamabamos "peña mala", las olas rompian el silencio y nos bañabamos cual ducha natural, nosotros felices porque la naturaleza nos regalaba esos refrescos. De regreso a nuestras casas, felices llegábamos con algunos pescados, listos para ser degustados por la noche, ese era el momento de comentar con entusiasmo nuestra jornada y de como habíamos conseguido el manjar que estabamos comiendo y que gustósamente mi madre lo había preparado.
Cuando caminábamos hacía el norte por la playa, nos encontrabamos con los esteros, pequeñas lagunas donde el agua marina se encontraba con el agua de las quebradas en un romance silencioso, nosotros los jóvenes eramos sus fieles testigos de ese yoguismo, de alli podíamos extraer el fruto de ese amor dulce salado que eran los langostinos. Tambien era el lugar preferido de los amores encondidos de los jovenes, muchos eran dueños imaginarios de esos parajes y se podían tomar la libertad para regalarles a sus dulcineas un pedacito de playa, unas piedritas de colores en forma de amor, o simplemente le regalaban su amor junto a la brisa marina. Era inmensamente rico junto a mi dulcinea porque podía ofrecerle ese pequeño espacio que me hacia muy feliz. Tambien fué mi regocijo, cuando mis seres que tanto amo me dejaron para no volver a ver sus presencias, ese espacio fue el testigo de mi gran dolor, de esas profundas grietas que me marcaron por siempre, derramé lágrimas y las entregué al mar pensando aliviarme, entendí entonces, que ese iba a ser mi espacio para encontrarme, siempre acudo allí para evocar mis recuerdos, ser feliz en ese pequeño retazo de tiempo y vivir.